lunes, 16 de agosto de 2010

Laura Marx, historia de un suicidio*



Jenny y Laura Marx, esposa e hija del autor de El Capital
El miércoles 29 de noviembre de 1911, Pablo y Laura entraron en un cine de París para “matar el tiempo”. Esa noche debían acudir a una cita en verdad importante —y la tarde se arrastraba a paso de tortuga. Habían elegido un buen lugar para el encuentro: la cama. A la salida del cine, camino a casa, entraron en una pastelería donde tuvieron una última y acalorada discusión, pues ella prefería las crujientes tentaciones del hojaldre a los antojos de su esposo: un muestrario completo de las panetelas almibaradas que se exhibían en la vidriera. Amigos cercanos a la pareja, explicaban así aquel amor casi ejemplar: desde el escandaloso noviazgo, ambos defendían con pasión sus puntos de vista, en especial los divergentes; sin embargo, estaban dispuestos a ceder espacios con tal de ser irresistiblemente felices.

Como tantas veces en cuarenta inviernos de matrimonio, Pablo y Laura se complacieron; él acabó comprando los pastelillos de hojaldre —y ella, las crepas de miel. Cuando llegaron a casa (una villa campestre en Draweel), los enamorados hicieron un balance de sus vidas y llegaron a la tranquilizadora conclusión de que no dejaban pendientes. La herencia que el tío Federico dejó a Laura garantizaba una buena pensión para el jardinero y su mujer —quienes a su vez se ocuparían del perro Nino, la traviesa mascota—. Durante la semana, habían visitado a sus camaradas para anunciarles sin dramatismo que planeaban suicidarse el próximo miércoles. Ninguno de los amigos dudó que cumplirían el pacto, pues sabían que Pablo Lafargue, ese voluntarioso negro de Santiago de Cuba, y Laura Marx, la hija preferida de Carlos Marx, odiaban la idea de cumplir 70 años. El político Manuel Azaña dijo al saber la noticia: “A un hombre que da tanta importancia a ese acto y lo prepara con tanta minuciosidad y anticipación no hay más que decirle: ¡Váyase, señor, ya que se empeña!”

Pablo y Laura se habían conocido en neblinoso Londres de 1866. Al cubano, nacionalizado francés, lo acababan de expulsar de la universidad de París por buscapleitos, y pretendía terminar sus estudios de medicina en Inglaterra. Fue un amor fulminante. Carlos Marx nunca toleró a su yerno. No le gustaba el color de su piel ni sus antecedentes confusos ni su caribeña manía de toquetear a Laura, en público. El mismo año que los jóvenes comenzaron el romance, Federico Engels (el tío) convenció a su testarudo compadre de que debía internarse en el sanatorio de Morgate. Al viejo filósofo no le cabía en el cuerpo un padecimiento más. Tenía hemorroides, el hígado perforado, tumores supurantes, depresión crónica, insomnio y, por si fuese poco, carbunclos, una enfermedad propia de caballos, también humana. Desde Morgate, Marx escribe a su hija Laura: “Ese maldito de Lafargue me está atormentando con sus ideas y modales, y no va a dejarme en paz hasta que no le siente bien el puño en su cabeza de criollo”.

A Marx no le faltaba razón. Lafargue intentaba fundir el hedonismo al marxismo. Luchador de la Comuna, autodeclarado discípulo de su suegro, amigo de Lenin, el cubanito amaba la buena vida. En su libro “Elogio de la pereza” escribe: “El fin de la revolución no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad, y demás embustes con que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectual y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse”. Para él, el trabajo no era el objetivo máximo de la clase obrera: era el placer. Nadie debería trabajar más de tres horas, “holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche. En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica”.

Aquel miércoles de noviembre, Pablo y Laura mordisquearon los pastelillos, alivianaron el té con cucharadas de veneno y se acostaron en las camas pegadas, cubiertos por el edredón de la noche. El jardinero y su mujer encontraron los cadáveres, al amanecer del jueves. Como buen cubano, Pablo tenía gran aprecio por la posteridad, y dejó una carta de despedida:
Sano de cuerpo y espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno detrás de otro los placeres y goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico. Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años.
Un fuerte olor a almendras amargas flotaba en el aire. Dicen que así huele el cianuro de potasio. Murieron abrazados.

Nino, el perrito, estuvo aullando una semana.
"Maldito Pablo"
por Eliseo Alberto
Publicado en
La crónica, 2004
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* Solo el título es de nuestra autoria.

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